sábado, enero 26, 2019

SABINA





Por alguna extraña razón escucho estos días obsesivamente el ultimo disco de Joaquín Sabina, Lo niego todo, que ya tiene un par de años. Una obra maestra triste, abigarrada, hermosa y con sabor a despedida. También el videoclip es tremendo y final.
Y ahora caigo en la cuenta que se me pasó la mitad de la vida y nunca fui a ver un show del gallego.
Llegando a los 70 años, su cuerpo y su mente le han pasado factura por una vida de excesos, de sexo, droga y rocanrol, de noches eternas y alcohol.
Espero que todavía le queden muchas canciones por venir y que lo pueda ver en acá en Buenos Aires, pero por la dudas, ya se sabe, uno es grande y aprende a celebrar a sus maestros, cosa que no se le mueran sin despedirse.
Alto poeta, fundamental en mi educación sentimental, el recuerdo más intenso data de mi llegada a Buenos Aires, en 1991, cuando en la pensión católica y mugrosa de estudiantes del interior, de Sarandí 41, pasábamos las noches en vela escuchando Mentiras Piadosas.
A mi no me hablen de Bob Dylan, que nunca fue santo de mi devoción, ni como poeta con Nobel y todo (por algo lo dejaron de entregar) ni como músico, que muchos ubican por encima de Los Beatles.
A mi dejenme con este turro español, músico discreto y algo convencional, pero invencible a la hora de escribir, cantar, recitar, interpretar.
Es la copia que supera al original.
Lo seguí siempre de cerca, en sus mejores y en sus peores momentos y me asalta una tremenda melancolía de pensar que esta sea su despedida, que hasta aquí llegó, que esto es todo amigos.
Cero Zen, sin embargo vivió todo con una intensidad y entrega digna de mejor causa y su vida y obra dibujan una parábola perfecta.
También lo prefiero a su hermano mayor, el Nano, refinado poeta demasiado étereo para mi gusto.
Gracias por todo Joaquín y te esperamos como siempre aquí, con la frente marchita.

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