Por alguna extraña razón escucho estos días obsesivamente el ultimo disco de Joaquín Sabina, Lo niego todo, que ya tiene un par de años. Una obra maestra triste, abigarrada, hermosa y con sabor a despedida. También el videoclip es tremendo y final.
Y ahora caigo en la cuenta que se me pasó la mitad de la vida y nunca fui a ver un show del gallego.
Llegando a los 70 años, su cuerpo y su mente le han pasado factura por una vida de excesos, de sexo, droga y rocanrol, de noches eternas y alcohol.
Espero que todavía le queden muchas canciones por venir y que lo pueda ver en acá en Buenos Aires, pero por la dudas, ya se sabe, uno es grande y aprende a celebrar a sus maestros, cosa que no se le mueran sin despedirse.
Alto poeta, fundamental en mi educación sentimental, el recuerdo más intenso data de mi llegada a Buenos Aires, en 1991, cuando en la pensión católica y mugrosa de estudiantes del interior, de Sarandí 41, pasábamos las noches en vela escuchando Mentiras Piadosas.
A mi no me hablen de Bob Dylan, que nunca fue santo de mi devoción, ni como poeta con Nobel y todo (por algo lo dejaron de entregar) ni como músico, que muchos ubican por encima de Los Beatles.
A mi dejenme con este turro español, músico discreto y algo convencional, pero invencible a la hora de escribir, cantar, recitar, interpretar.
Es la copia que supera al original.
Lo seguí siempre de cerca, en sus mejores y en sus peores momentos y me asalta una tremenda melancolía de pensar que esta sea su despedida, que hasta aquí llegó, que esto es todo amigos.
Cero Zen, sin embargo vivió todo con una intensidad y entrega digna de mejor causa y su vida y obra dibujan una parábola perfecta.
También lo prefiero a su hermano mayor, el Nano, refinado poeta demasiado étereo para mi gusto.
Gracias por todo Joaquín y te esperamos como siempre aquí, con la frente marchita.
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