A principios de los años ochenta éramos niños con mi hermano Francisco y nos pusimos a jugar en la casa de unos parientes, la familia Vizzioli.
Revisando trastos viejos, en una parte abandonada de la casa, apareció un cassette que solamente llevaba inscripto: Los Robots.
Le preguntamos a la tía Nora a ver si lo podíamos llevar y nos dijo que si, que debía ser de su hijo Horacio.
A partir de ahí fue mágico, no podía dejar de escuchar ese cassette. Recuerdo noches de verano adonde lo escuchaba y lo volvía a escuchar hasta dormirme.
Así, la música electrónica me llegó antes que el rock y el pop. Lo que antes se llamaba tecno.
Clásico y moderno, vanguardia y pop, esa música maravillosa me hablaba del futuro soñado con robots, modelos, laboratorios espaciales, metrópolis y hombres máquinas. A la vez tenía un dejo melancólico, casi tanguero, cuando evocaba las luces de neón.
Ya entrado en los noventas, en Buenos Aires y en pleno furor de la música electrónica, leí en una revista de los precursores indiscutidos: Kraftwerk y de una de sus obras maestras: The Man Machine.
Allí decía algo así como que eran robots que juegan a ser humanos que hablan de robots.
Y si, eran ellos, aquellos del misterioso cassette.
Los Kraftwerk, siempre presentes en mi vida: mi música clásica.
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