Volví a ver, ahora que se cumplen 20 años de su estreno, El Gran Lebowski.
Lejos de haber envejecido mal, hoy se resignifica poderosamente en la EEUU de Donald Trump.
Ahí está perfectamente retratada, la white trash, los que votaron a Trump.
Los blancos pobres, los que están fuera del sistema o casi, el Dude, al que solo le importa fumar porro, jugar el bowling y tomar white russian, nada de laburar o tener un proyecto.
Y sus amigos: el gordo que volvió chapa de Vietnam y el otro que casi no habla y muere estúpidamente.
Cargaban hasta este film, sus autores y directores, los hermanos Coen, con el estigma de ser cínicos, de ser forros, de ser geniales pero burlarse de sus personajes. Eso puede verse claramente en una película prodigiosa y oscura como Barton Fink.
Reírse de la gente, de su propio ambiente, con una risa burlona, soberbia.
Acá no: acá se ríen de la gente y con la gente.
Se ríen de la white trash y a la vez es una reinvindicación, veinte años antes cierran la grieta que ahora existe en EEUU.
Y se ríen de todos: de los millonarios, de las artistas de vanguardia, del tecno pop, de la industria del cine toda.
Y de ellos mismos. Y nos reímos nosotros también porque nos sentimos identificados con uno o varios de los personajes.
Es una felicidad rara, lisérgica. Claramente viene de la pepa y no del porro.
Es esa euforia inexplicable y colorida, de que está todo bien, seamos felices que lo demás no importa nada.
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