Acabo de concluir "París era una fiesta" de Hemingway con una sonrisa en los labios, maravillado por la sencillez con que fue escrito, se lee y se disfruta este libro de recuerdos del gran Hem.
A quien le dedica más espacio en sus memorias de la felicidad parisina, es a su amigo y colega Francis Scott Fitzgerald. Son palabras plenas de afecto aunque también de quejas, de amores y envidias típicas de dos genios de la literatura contemporánea.
Pero el momento que más me sorprendió es cuando Scott lo consulta a Hemingway porque su mujer, Zelda, además de enloquecerlo, lo ha convencido de que tiene el pito muy chico. Están en un restaurante e inmediatamente Hemingway le dice de ir al baño para poder verlo. Cuando vuelven le asegura que no tiene nada que temer, que su tamaño es normal y que si tiene dudas vaya al Louvre a ver los tamaños de las esculturas. Scott igual no se queda muy tranquilo, el tema es que su mujer le mete fichas porque sabe que el nunca estuvo con otra mujer y quiere evitarlo a toda costa.
Eso es para mi la gran literatura: encontrar lo sublime en lo real, no tratar de forzar algo sublime poetizando la realidad como tantos mediocres intentan malentendiendo a Borges, tal cual cuento en mi posteo anterior.
Esta y otras descripciones, pintan el París de 1920, mostrando el detrás de escena de tantos genios cuando aún no eran leyenda, eran personas comunes tratando de sobrevivir y ser felices. Por bares y restoranes todo el tiempo nos cruzamos con Picasso, Joyce, Gertrude Stein, etc.
La vida, parece decirnos Ernest, es una fiesta.
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